Una familia de tres (el hijo era adolescente, los padres lo habían tenido a edad madura) adquirió un rompecabezas de madera en una tienda de antigüedades. Armar rompecabezas era su pasatiempo favorito; solían jactarse de haber completado, a veces en una noche, paisajes y demás figuras de más de mil piezas. Eran los típicos rompecabezas comerciales, que en la caja exhiben la imagen que se alcanzará luego de acoplar pieza tras pieza.
En esta ocasión, notaron que el rompecabezas que comprarían parecía datar de hacía mucho tiempo, quizá un siglo, y que no había forma de saber a qué imagen llegarían. El dependiente, un anciano de modales afectados y aparente sabiduría, trató de disuadirlos de comprar aquello, no porque no quisiera venderlo, sino por lo que él había escuchado al respecto. Pero la familia estaba demasiado embelesada como para prestar atención a consejas de viejo; entreoyeron frases como “se termina en una noche”, “el resultado es más que una sorpresa”, etc., pero no les dieron importancia. Asintieron al enterarse de que, al parecer, su creador había sido un criminal ejecutado en Baviera por crímenes singularmente horribles.